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Belleza de la imperfección

Me despierta el interés escribir sobre la perfección, ya que cada día cuestionamos más aquello que nos rodea. Obviamente, estoy generalizando. Así que, de dónde vienen expresiones como quiero a mi lado a alguien perfecto, quiero que mis colaboradores en el trabajo sean perfectos, que mi pareja sea perfecta, mis hijos sean perfectos, el jefe perfecto, la cajera del súper, que sea perfecta y un largo etcétera de expresiones, que cuestionan la ineficacia del entorno donde vive la persona. Eso ocurre cuando nos juzgamos constantemente a nosotros mismos, lo que genera una proyección a creernos con el derecho de prejuzgar todo lo demás.

Aquí interviene el poder de la palabra, la palabra es acción y como tal es sanadora y los que nos dedicamos al coaching lo sabemos muy bien. En este sentido podemos, a través de la misma, detectar aquello que la persona desea, reclama, sueña… y que disfraza de alguna forma para no conectar con la parte más profunda de su interior. Sin embargo, cada vez más, encontramos a personas que culpabilizan y castigan a su entorno por que ellos son, según sus creencias, realmente imperfectos. Decía Baltasar Gracian, «Quien critica se confiesa. Lo que tú piensas dice más ti que de mí».

Así pues, cuando nos quejamos de las imperfecciones de los demás, en realidad lo que hacemos es culpabilizarnos por nuestra verdadera imperfección. En el colegio, los profesores nos enseñaban a estar callados mientras escuchábamos lo que nos decían y lo acatábamos para no sentirnos excluidos, la sociedad (también para no ser marginados o lo que es lo mismo para ser queridos) también nos enseñó a estar en silencio y decidió por nosotros qué clase de trabajo debíamos tener, también lo hicieron nuestros padres, diciéndonos lo que era bueno o malo, según sus creencias, o lo que debíamos estudiar o cuáles eran las amistades que más nos convenían. Todo a nuestro alrededor nos hacía estar callados mientras escuchábamos lo que era bueno o malo, cierto o incierto, correcto o incorrecto, en la iglesia, en la televisión, etc. Todo el mundo nos hacía callar y que les prestáramos atención, mientras nos explicaban cómo tenían que ser las cosas y sino llegaba el rechazo, en casa tu hermano era mejor que tú, en el colegio te excluían en una esquina o te suspendían…

Ahora que somos adultos queremos que todo el mundo nos preste atención para explicar nuestra verdad, pero solo somos la correa de transmisión de aquellos valores que nos infundieron de pequeños. Quién no recuerda, precisamente en el colegio, donde nosotros queríamos expresar nuestras habilidades y estas eran mutiladas para invertir toda nuestra energía en asignaturas de «primer orden» como las matemáticas, la lengua, etc… Y en un segundo plano quedaba la ética, el dibujo.. Quizá algún artista perdió su verdadera profesión cuando un profesor de alguna asignatura de «primer orden» lo pilló dibujando en su cuaderno y dijo que dejara de hacer dibujitos y tonterías y que se centrara de una vez, como el resto de sus compañeros, ya que si no, nunca tendría un futuro digno.

Todo eso ha ido generando un fuerte sistema de creencias que no hemos elegido… acaso hemos elegido nuestro idioma, nuestros padres, nuestro ambiente, ni siquiera hemos podido elegir nuestro nombre. Fruto de todo esto, hemos creado un sistema de creencias similar a la tabla sagrada y no es real, solo es fruto de una percepción por que hemos configurado una realidad interna, por mirar con unas gafas cuyo filtro ya estaba manipulado de antemano. Pero defendemos a ultranza nuestras creencias aún sabiendo que no son ciertas, por que es lo único que nos identifica y en definitiva, configura el «Yo Soy». «La objetividad no consiste en describir lo que vemos sino en precisar qué clase de gafas llevábamos en el momento de la observación»Catherine Cudicio: «Comprender la P.N.L.».

Estas creencias falsas, y digo falsas por entender que son fruto de experiencias y de percepciones totalmente subjetivas, nos ofrecen cierta seguridad, por que son los cimientos sobre los que se sustenta nuestra identidad, pero esos cimientos, se tambalean, cuando percibimos que la realidad, también subjetiva, no coincide con nuestras creencias (que para nosotros fueron una verdad absoluta) y eso nos genera una profunda inquietud y un conflicto de identidad. En definitiva, no es más que el reflejo de la inducción que hemos sufrido, desde todos los entornos en los que vivíamos desde bien pequeños, en el que nos mostraban que debíamos ser perfectos, para ser amados…

Te pongo un ejemplo: el niño que se dispone a hacer algo y el padre le dice: «aparta, ya lo hago yo, que tú no sabes… mira se hace así, fíjate bien». O la madre que está viendo la tele y le dice a su hija: «No cantes más que cantas fatal» (solo se lo dice para que le deje ver la tele), pero en ambos casos, esa expresión insignificante, se convierte en una frase poderosa y demoledora que se graba a fuego en el niño/a y se autoconvence de que no sirve para eso y que para ser amados deben hacer otras cosas. Y lo peor del caso, es que esta conducta paterno-filial, además se repetirá en futuras generaciones.

Una vez adulto y con una identidad que sospecho que no es la mía, sigo buscando la atención de los demás demostrándome que lo que hago es «la verdad» y como adulto busco la perfección en quienes me rodean, queriendo a los que aparentemente se parecen a mí y dejándome querer exhibiendo mi sistema de creencias. ¿Sabéis qué me ocurre cuando busco la perfección en algo? Pues muy sencillo, que malgasto toda mi energía en comparar mis creencias (que no son nada objetivas) con la otra persona y todo mi tiempo lo malgasto en revisar sus actos y entender sus motivos, pero siempre con las gafas de mi sistema de creencias y además juzgo implacablemente a la otra persona.

Si busco la perfección en algo o en alguien, a la larga, solo encontraré imperfección, es la base de todo, es la tesis y la antítesis. Si busco algo perfecto encontraré un motivo, una característica, un aspecto que lo hará imperfecto y eso alimentará aún más mi falso sistema de creencias y seguiré buscando una y otra vez, para demostrarme que tengo razón en mis creencias.

Es distinto cuando nos aceptamos, tal y como eres, tal y como soy… con amor. Porque entonces nuestra energía está en nosotros, no fuera de nosotros. En ese caso, si en nuestro interior solo hay amor, esa energía interior transformará la visualización en amor ya que las gafas con las que observamos el mundo no llevarán los filtros subjetivos de nuestras creencias y por tanto, la armonía invadirá la percepción de las cosas.

Un hombre que busque a una mujer perfecta, según su sistema de creencias, encontrará motivos, después de buscar y buscar, para alimentar alguna razón de imperfección, aunque solo sea la forma de lavarse los dientes y eso será el elemento detonador para invertir más energía en seguir buscando algo que tarde o temprano le permitirá estar temporalmente satisfecho por intuir que tenía razón y al mismo tiempo «in-satisfecho» y frustrado. Pero, por qué poner la atención en buscar la perfección, cuando hay argumentos para sentir, vivir y al mismo tiempo descubrir que todos somos distintos y únicos y eso nos hace aprender en lugar de luchar.

Decía «in-satisfecho». Cuál es su significado, no estar satisfecho, no tener suficiente, y entristecemos por que desfallecemos, nos fallan las fuerzas y las energías, para seguir buscando algo, algo que no existe más que en los ojos del que mira, y sin embargo, derrochamos energía, en castigarnos, en juzgarnos y en maltratarnos. En eso sí que somos perfectos. Es más, somos unos auténticos profesionales del maltrato y del castigo, nos castigamos y al mismo tiempo castigamos a los que están a nuestro alrededor y es tal la energía que malgastamos, que cuando paramos estamos insatisfechos.

Es el resultado a las agresiones brutales que nos inflingimos por no ser «perfectos», nos decimos interiormente, no me lo merezco, no sirvo, no valgo ni vale la pena, para qué, no me quiere, me odian, va a por mí, no lo conseguiré… ¿Creencias limitantes? No, pura «basura» que introducimos en nuestro interior. Estamos viendo por todas partes, los libros, calendarios, documentales sobre cómo se transforman los cristales del agua en función del pensamiento que proyectemos en ellos y no somos capaces de ver el daño que nos hacemos a nosotros mismos, cientos de miles de veces. Y además, no somos conscientes, hemos podido comprobar cómo incluso hay gente que dice que ella no es así y a la tercera frase, se le cae una o varias palabras que son limitadoras, que ironía de la vida.

Pero, ¿sabes?, esto solo es una pequeñísima parte, resulta que como en casi todo existe una trinomio, en este caso, el juez, la víctima y el sistema de valores… Cuando nos atacamos estamos siendo jueces y víctimas, nos juzgamos y nos atacamos y todo eso como consecuencia de un sistema de creencias completamente subjetivo y falso, que admitimos y hacemos nuestro, solo por sentirnos seguros. Pero qué ocurre cuando hacemos de jueces con los demás y los demás con nosotros, la comunidad entonces se convierte en una torre de babel, en la individualidad que actualmente estamos sufriendo en la sociedad.

Existe un principio en Derecho que es Non Bis In Idem: una misma causa o delito no puede juzgarse varias veces. Sin embargo, como jueces somos lamentables, nos juzgamos a nosotros mismos muchas veces por un solo «error» y también juzgamos muchas veces a los demás por el mismo error. Cuántas veces no hemos reprochado algo a nuestra pareja, a nuestros padres, una y otra vez, y otra vez y otra vez más, porque creímos que cometieron, según nuestras creencias, un error y los machacamos con eso, igual que hicieron ellos con nosotros involuntariamente. Por tanto, qué esperamos siendo unos jueces de tal calibre, cómo esperamos que sea el juez interior del otro con nosotros. Inevitablemente será implacable y lo será tanto que utilizará también la palabra para atacar tu sistema de creencias de tal forma que más adelante y como consecuencia, tú seas aún más intransigente contigo mismo.

Por ese mismo motivo permitimos que nos falten, que nos humillen, que nos juzguen, que nos someta un jefe, un amigo… Porque nuestro propio cuerpo nos pide ese castigo por no ser perfectos y nos dejamos castigar. Justamente en la misma medida que nos lo hacemos nosotros, justo cuando alguien sobrepasa ese umbral es cuando no se lo permitimos. Pero existen personas que permiten que otras las humillen y las agredan porque manifiestan que se lo merecen, que la otra persona es demasiado buena y que debe comportarse así, que le ha fallado y se lo merece… Creo que es terrible cómo llegamos a castigarnos en vida.

Para que eso no suceda solo debemos amarnos imperfectos, solo somos perfectos cuando somos únicos, sin creencias que nos limiten, cuando mostramos nuestra propia esencia, cuando nos amamos y por ende amamos todo lo que nos rodea. Nunca nadie puede ser como tú. La naturaleza es «perfecta», es sabia y no existirá nadie como tú. Si eso fuera así, se produciría un colapso en el sistema, por tanto, si sabemos que somos únicos y nos queremos y nos amamos como tal, será mucho más sencillo aceptar a los demás auténticos y únicos. Esa autenticidad es la que nos enriquece como comunidad, y hace desaparecer el constante sufrimiento obsesivo que padecemos por parecernos a modelos sociales determinados inducidos desde bien pequeños. Un aforismo tibetano dice: «Aquello que niegas, te somete. Aquello que aceptas, te transforma».

Utilicemos ahora como ejemplo el mundo de la empresa. Todos conocemos las grandes ventajas del trabajo en equipo y de la gestión por valores y de aunar esfuerzos, pero sabéis que entre el 50 y 60 % del absentismo y entre el 70 y 80 % de los accidentes en las empresas, son motivados por factores de riesgo psicosocial. Sigue existiendo insatisfacción en el trabajo por diversos motivos, por conflicto de rol, no tener claras las responsabilidades, no sentirse realizados, por agresión en relaciones interpersonales, por desavenencias y un largo etcétera que, únicamente, tiene su respuesta en las agresiones que nos proferimos y al mismo tiempo proyectamos en los demás, por nuestras creencias.

Los datos están ahí, tenemos accidentes y enfermamos por las tensiones que nos producen las percepciones subjetivas del ambiente en el que nos movemos y el miedo que nos da enfrentarnos a nuestro sistema de creencias cuando este se tambalea. Esto nos hace sentimos inseguros, con miedo a perder nuestra identidad y nos aferramos a él y nos castigamos y castigamos a los demás y cuando creemos que fallamos, dejamos que los demás nos castiguen.

Seamos únicos y de esta forma el miedo a no ser aceptados, a no ser perfectos, a no ser amados, desaparecerá al comprender que no hay nadie igual a nosotros y que tenemos mucho que ofrecer siendo desiguales y aproximándonos a lo desconocido, a lo diferente, a lo distinto a nosotros, para aprender y vivir en armonía y comprender que al ser únicos nos amarán como tales.

No recuerdo quien dijo: «Ten el valor de vivir, porque morir… sabe todo el mundo».

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